Fuga de GusenhauerLa idea surgió de una ocurrencia del Yenga. El petiso, medio en broma, medio en serio, dijo:
- Che, ¿y si armamos una fuga masiva?
Al principio nos cagamos de risa, pero luego fue haciéndose más sólida la cosa. Todos empezaron a realizar aportes (algunos impresentables) y el proyecto cobró forma sustentable.
Decidimos presentarle el plan al Comandante Amperio, quien, creíamos, era la persona con más experiencia en estas cuestiones. Lo encontramos en su reposera, leyendo un “Paparazzi” de tres semanas atrás. Cuando quisimos hablarle, levantó la mano en señal de que debíamos esperar a que terminara un artículo sobre la separación de Nicolás Cabré de su última novia. Cuando concluyó, hizo un gesto de resignación frente a lo leído y nos atendió:
- Digan, compañéricos, ¿qué les anda pasando?
Como vocero del compacto grupo, tomé la palabra y expuse, brevemente, nuestro plan de fuga, que consistía en la construcción de un túnel para evadirnos. A tal efecto, dispuse un improvisado pizarrón blanco de formica y la emprendí con marcadores de diferentes colores. Asimismo, con un video en 3D, que rozaba el amateurismo, traté de clarificar nuestros fines. Incluso utilicé títeres.
El Comandante se rascó una inexistente barba, se ladeó el sombrero Panamá, expelió un cuesco, y dijo:
- Esto me recuerda una historia.
Todos levantamos la mirada al cielo, resignados a escuchar una nuevo relato, con moraleja incluida (y no pedida). Y no nos equivocamos. Amperio se acomodó el esqueleto como si fuera a pelear con un gliptodonte y comenzó a decir:
- En el año 44, en plena Segunda guerra mundial, fui destinado a...
No pude quedarme callado.
- Ehhh, Comandante, ¡se fue al carajo! ¿Cómo es que estuvo en esa época? ¿No le parece mucho? –dije, cancheramente.
Amperio me echó una ojeada condescendiente, lo miró al Soplamocos (ex boxeador-filósofo) y le hizo señas con la cabeza, apuntándome. El humanoide se incorporó pesadamente y, a medio metro de mí, me calzó un puñetazo en la boca del estómago. Mientras iba cayendo, retorcido del dolor, se me acercó y me susurró:
- Si el Comandante dice que estuvo en la Segunda guerra, usted le cree, ¿vio? Y no lo interrumpe más, ¿tamos?
- Cla... rí... simo –respondí ahogándome.
Desde el suelo, y en posición fetal, escuché el resto del relato.
En 1944 el entonces coronel Perón (a cargo de la vicepresidencia) me encomendó una misión riesgosa: debía viajar a la Alemania nazi y ver como andaba la cosa, ya que los putos yanquis nos venían presionando para que le declaráramos la guerra al Eje.
Ni bien llegué a Berlín, me percaté de que los alemanes estaban al horno y que una declaración de guerra por parte de la Argentina era, para ellos, como para nosotros que una ciudad perdida de Bangladesh nos retirara el saludo.
Como me quedaban cinco días libres, aproveché para ver que curro había disponible para hacerme unos mangos extras. Me hice amigo de Oscar, un empleado de la embajada argentina, y, mientras nos tomábamos un café, me pasó un sabroso dato.
En 1939, cuando empezó la guerra, la Coca-Cola en Alemania vendía a lo pavote. El Mariscal Göring (lugarteniente de Hitler y comandante supremo de la Luftwaffe) había permitido la importación del ingrediente secreto para la elaboración de la bebida yanqui, porque pensaba, el muy turro, nacionalizar la empresa y afanarse la fórmula. Pero en 1942, Estados Unidos dejó de enviar el suministro y los alemanes dueños de las embotelladoras se vieron en la necesidad de inventar una nueva bebida para mantener sus fábricas. Fue entonces que crearon la Fanta, que se hizo rápidamente popular. Al finalizar la guerra, los yanquis se apropiaron de la marca y hoy pertenece a la Coca-Cola.
Pues bien, un químico, de nombre Ernst, que laburaba en una de las embotelladoras, se conectó con mi amigo y le pidió que lo ayudara a escapar de Alemania antes que se pudriera todo. Ofrecía, además de bastante guita, la fórmula de la naranja Fanta. Oscar me propuso el negocio y yo agarré viaje. Ibamos a hacer pasar al químico como miembro (mudo) de la comitiva argentina.
Todo iba bien, hasta que llegamos a la Aduana. Ahí, Ernst empezó a ponerse sumamente nervioso y a sudar a lo bestia. Los de la SS empezaron a sospechar y se pusieron más putos en el control de los papeles. Yo era una roca, como jugador de truco que tiene una mano con 3 cuatros y canta el “quiero, vale cuatro” de primera. Pero a la primera mirada fija de un cana, el químico empezó a largar el rollo y nos entregó atados de pies y manos. Incluso tuvieron que pegarle para que no hablara más, de tan buchón que había resultado.
A Oscar lo salvó el embajador, pero yo no tuve tanta suerte. El juez que me tocó en el sorteo me atendió en su despacho, mientras quemaba papeles al parecer comprometedores. No parecía tener muchas ganas de laburar, más bien de rajarse antes de la hecatombe que se veía venir, así que fue bastante ejecutivo en su dictamen:
- Mándenlo preso a Gusenhauer.
Y así fue que conocí el famoso castillo en los Alpes austríacos.
ACTO II:
Cuando bajé del camión, en donde me habían trasladado con otros reclusos, pude admirar la magnificencia del lugar. El castillo databa del siglo XII y fue construido en el estilo románico. Desde entonces había sufrido múltiples reformas. Antes del comienzo de la guerra los propietarios era una familia de origen judío, los Lamenverg, a quienes les fue expropiado por los nazis y sus ocupantes deportados o hechos prisioneros. En 1940 fue reconvertido en una cárcel de máxima seguridad y los presidiarios eran utilizados para trabajar en una imprenta que proveía de material a gran parte del Tercer Reich. A un kilómetro más abajo se distinguía un pequeño poblado que abastecía de insumos a la fortaleza.
Traspuesto el portón de entrada, nos hicieron formar en una explanada y comenzamos a movernos para calentar nuestros cuerpos y, así, menguar el frío reinante. Yo estaba por ponerme a realizar un Haka, cuando nos ordenaron quedarnos quietos. Un oficial subió a un improvisado escenario y tomó un micrófono, diciendo:
- ¡Häftlinge (prisioneros)! ¡Sean bienvenidos al castillo de Gusenhauer! Y para darles el recibimiento que se merecen... Con ustedes... Nuestro comandante: el barón Vonvonvonvonvon... ¡Vooon Puuutteeen!
Del fondo surgió una figura enfundada en el uniforme gris nazi, bien ajustado al cuerpo y sobre los hombros... una capa rosa. El tipo no mediría más de 1,60, con una cintura de avispa que resaltaba y una cara regordeta que fulguraba con demasiado maquillaje. A sus costados, dos acompañantes con uniforme de color blanco, se movían al unísono (más tarde supe que se hacían llamar “Los Vonputtanos”). Un asistente le alcanzó el micrófono al comandante y éste comenzó a cantar, con una voz que era más horrible que masticar un caldo Knorr Suiza, lo siguiente (traducción libre):
Wilcomen, mein prisioneros,
hoy es un día especial,
Habéis sido condenados,
y yo no dejo de cantar.
Los días se hacen largo,
el frío se hace sentir.
Borren las caras largas,
nos vamos a divertir.
Hitler, es nuestro Führer,
pero igual yo mando acá.
Olvídense de la guerra,
lo mejor es disfrutar.
Se detuvo extenuado y dijo:
- Ay, me agité. A ver... ¿qué les pareció, chicos?
Como su mirada se dirigió hacia mí, no tuve más remedio que responder:
- Me gustó la coreo y el acting fue aceptable. Aunque hay que mejorar en la vocalización, mi puntaje es un... ¡Diez!
Todos aplaudieron y al barón se lo notó emocionado. Luego se puso serio y dijo:
- Soy el barón Ludwig Von Putten, comandante del Presidio de Gusenhauer. Mi rango es el de capitán, pero no le doy demasiada importancia. Pueden llamarme “barón Lud”, que nadie se va a escandalizar. Espero que su estadía en esta cárcel sea lo más placentera que pueda ser, dada las circunstancias. Para ello es necesario que nos entendamos desde el principio: si ustedes cumplen con su trabajo y no dan problemas, nos comprometemos a no hacerles amarga la vida. Pero si se descarrilan... bueno, sabremos como obrar.
Giró la cabeza para dirigirse a su lugarteniente, el teniente Otto Bunker, un hombretón de casi dos metros y le ordenó:
- Teniente, acomode a los recién llegados.
Y dando un giro teatral, que hizo flamear la capa, se retiró caminando como en una pasarela.
ACTO III:
Fui asignado a la barraca “Bristol” y, ni bien me acomodé en mi camastro, se me acercaron el resto de los compañeros y se fueron presentando. Ellos eran:
Giovanni Cartapestta, ingeniero de origen italiano, que había participado en el desembarco de Sicilia de los aliados (la Operación Husky). Pariente de mafiosos que habían ayudado en esta operación, fue capturado mientras se empomaba a la hija del Capo de la zona y remitido al castillo.
Jean Pierre Legrandchot, perteneciente a la resistencia francesa, era famoso por su temeridad y sus proporciones peneanas. Muy pocos se atrevían a ducharse en su presencia.
John Kippur, granjero de Minnesota, era negro, gordo, algo gay y se había convertido al judaísmo. Resultaba muy difícil realizar chistes en su presencia sin herir su susceptibilidad.
Manuel García de la Concha, español integrante, durante la Guerra Civil, del bando republicano y que se había enlistado con los franceses para pelear contra los alemanes. Bruto como la puta madre, se dio la paradoja de que su hijo, Víctor García de la Concha, fuera designado, en 1998, director de la Real Academia Española. Había llegado a Gusenhauer una semana antes que yo.
Completaba el grupo un oficial inglés, Sir Michael Emerick Ogden, más conocido por sus iniciales: Mayor MEO.
Al principio costó entendernos, pero luego fluyó la comunicación, gracias al universal lenguaje de las señas y el uso de subtitulados.
Meo era el que comandaba el grupo por ser el de más alto rango y, luego de la bienvenida, me inquirió sobre mis habilidades para ubicarme en la imprenta. Al ver que yo no conocía una goma del tema, me preguntó si era bueno con los números. Sonreí y le contesté:
- Jefe, yo levantaba quiniela antes de dejar los pañales. Aparte estuve cursando Ciencias Económicas, aunque abandoné cuando me faltaban cinco años para terminar, je.
Al notar que mi ocurrencia no había sido bien recibida, opté por agregar:
- Cuente conmigo, Sir Meo –dije, tratando de disimular una sonrisa.
Fui destinado a la recepción de los suministros que, semanalmente, nos llegaban del poblado. Quien conducía el camión con las mercaderías era un minón. Una mujer, “Anna”, de 1,75 de estatura, de hombros anchos y manos con unos dedos que parecían formones. Tenía el pelo rubio corto y un mal disimulado vello facial. Hubo buena onda desde el principio entre los dos y, en la tercera entrega, me dice, en voz baja:
- Sube al camión, que te tengo un mensaje para Meo.
Me trepé con algo de aprehensión y, en el fondo de la parte de atrás del vehículo, la mina me manifiesta:
- Mi verdadero nombre es Agnieszka Petek, soy miembro del ejército polaco en la clandestinidad y me infiltré en esta zona para ayudar a los presos. Dile a Meo que puede darle curso al plan. Solo eso, él sabrá que hacer.
- Ok, se lo digo –respondí.
- Ah, y esto es para ti.
Y me dio un cartón de cigarrillos. No sabía que decir ante tamaño gesto. Solo atiné a balbucear:
- Bueno... qué bárbaro... gracias... no sé...
Y le di un beso en la mejilla.
La polaca me tomó la cara con sus manazas, se acercó y me encajó un chupón en plena boca. Yo permanecí paralizado, mientras su lengua horadaba mi paladar y se empeñaba por llegar hasta mi campanilla, a la vez que los pelitos de su incipiente bigote lastimaban mi labio superior, recientemente rasurado.
-Así agradecemos en mi pueblo –dijo, al soltarme.
La despedí todavía shockeado y enfilé para la Bristol. Allí le di el mensaje a Meo y éste, reflexionando un momento, me expresa:
- Amperio, creo que usted y de la Concha, son merecedores de integrar nuestro plan: la fuga del castillo de Gusenhauer.
Llamó a Cartapestta y le ordenó algo. Al rato, el tano apareció con un envoltorio, que encubría una representación, hecha con papel engomado y restos de comida, de un túnel que, desde el castillo, llegaba al poblado. La obra era perfecta, pero despedía un olor que tumbaba. Todos estábamos admirando la perfección de la maqueta, cuando se oyó al gallego:
- ¡Me cago en la hostia, joer! Hay que ser gillipollas, hombre. ¿Cómo coño vamos a pasar por ese agujerito? Ni qué midiéramos cinco centímetros, capullo italiano.
Alguien, no recuerdo quien, le explicó la cuestión de la escala y de la Concha guardó silencio. Meo nos miró a todos y dijo:
- El túnel ya está en su segunda etapa y calculamos que, en un mes, estará finalizado. La cuestión es que necesitamos una gran distracción a la hora de la evasión y todavía no se nos ocurre nada.
Me rasqué una inexistente barba, me ladeé la boina, expelí un cuesco, y dije:
- Mayor Meo, tengo una idea.
ACTO IV:
Cuando Ludwig Von Putten descubrió (y aceptó) su homosexualidad, decidió que debía vivirla a pleno, sin ataduras. Ser el único heredero de la fortuna de la familia Von Putten ayudó a sus fines y no escatimaba gastos a la hora de enfiestarse. Sus padres, hartos de su comportamiento, lo enviaron a un colegio militar, en la creencia de que el ámbito castrense iba a corregir su “desviación”. Craso error. El joven barón, a la par de obtener excelentes calificaciones, hacía desfilar por su cuarto infinidad de cadetes ávidos de emociones fuertes. Cuando estalló la guerra, y siendo ya oficial, sus progenitores arbitraron las medidas necesarias para que fuera eximido de participar en la contienda. Pero Ludwig se negó a ello y enfiló hacia el frente de batalla. El heroísmo demostrado no dejó lugar a dudas sobre su temple. Era admirado por sus superiores e idolatrado por sus subalternos. Pero su escandaloso affaire con el hijo de un jerarca nazi determinó que fuera separado de su comando y destinado como director del presidio de Gusenhauer. Von Putten no se desanimó y organizó su propio feudo, resignado a permanecer en los Alpes hasta el fin del conflicto armado.
Cuando me hicieron pasar a su despacho, lo encontré en su piano, interpretando, a viva voz, “Somewhere over the rainbow”. Agradecí a los dioses cuando concluyó y se acercó a mi, diciendo:
- Liebe (querido) Amperio, ¿qué lo trae a mi humilde morada?
Me invitó a sentarme en un sofá alemán del siglo XVI, acomodándose en un extremo. Vestía un simple pantaloncillo color caqui, sus botas y su infaltable capa rosa. Decidí ir al grano:
- Barón Lud, tengo una sugerencia artística para usted, que puede hacer más grata la estadía de los que habitamos el castillo.
Por su mirada supe que había captado su atención, por lo que continué.
- Se me ocurrió que, con la participación de los reclusos, podríamos armar algo, no sé... una obra de teatro, una comedia musical...
Von Putten casi saltó de su asiento, al decir:
- ¡Siii! ¡Me encantaría! ¿Y tienen pensado qué hacer?
- No, por eso vine a verlo a usted, que parece tener más sensibilidad para estas cosas –dije, humildemente.
Y el chabón picó.
- Pues has venido a la persona indicada. Casualmente estoy trabajando en una “obrita”.
El dato que me había pasado uno de los vonputtanos era posta, entonces.
- Cuénteme, si no le incomoda –dije, ya dueño de la situación.
- Bien, se trata de la vida de la esposa de un caudillo, que lo acompaña en su gobierno y que decide usar su lugar de privilegio para ayudar a los más necesitados, quienes la aman por ello y dan su vida por la que llaman “Unser Flaggschiff” (nuestra abanderada). Está basada en la vida de nuestra querida Eva Braunn y es una proyección hacia el futuro, junto a la implantación del Tercer Reich. Pero todavía no se me ocurre un título para la obra.
Pensé un momento y le dije:
- “Evita”.
- ¡Wunderbar (maravilloso)! Eso es. Evita, Evita, Evita...
Arreglamos un par de detalles y lo dejé en sus ensoñaciones.
Me dirigí a la barraca e informé de lo acontecido al Mayor Meo. Este sonrió satisfactoriamente.
- Perfecto. Y ahora, ¿qué sigue? –me preguntó.
- Bueno, hay que ponerse a las órdenes del barón para ensayar la obra. Durante ese tiempo, hay que aprovechar para terminar el túnel. En el día del estreno deberá ser la fuga.
- Bien, ¿algo más?
- Si, hay un problema. El barón no es ningún necio y sabe que su voz es espantosa. Es por eso que me pidió que consiguiera a alguien para interpretar a Eva, pero que cantara medianamente bien. De eso depende que Von Putten dé el visto bueno.
- ¿Y de dónde vamos a sacar un buen cantan...?
En ese instante, e interrumpiéndolo, el grandote John Kippur se levantó y comenzó a entonar “Nessum dorma”.
Quedamos extasiados con la interpretación. Luego arremetió con un par de canciones de Cole Porter y algunas polkas. Cuando canturreaba los éxitos de Los Wawanco, una lágrima afloró en mi iris y me retiré para que no me vieran mariconear.
Un problema menos.
El barón era recontraestricto en los ensayos (horarios y rendimiento) y terminábamos agotados al final de las jornadas. Como algunos no le daban la debida importancia, Sir Meo les habló enérgicamente:
- Muchachos, esto así no va. Los ingleses, cuando hacemos algo, lo hacemos bien. Si vamos a participar en una obra musical, deberemos dar el 110 por ciento. Si la obra no se hace por nuestra desidia, el plan fallará. Hay que demostrarles a los germanos que la reclusión no es obstáculo para la excelencia. ¿Están conmigo?
Todos asentimos y, desde entonces, dimos lo mejor para el espectáculo.
Mientras tanto, las obras del túnel iban progresando y una tarde, el ingeniero Cartapestta nos reunió para decirnos, lleno de orgullo:
- Compagni, questa noche sono invitados a la inaugurazione del túnel “Il buco di la libertá”.
Quedamos impresionados de entrada. Unos reclusos, vestidos como promotoras, nos recibieron entregándonos folletos a todo color que nos interiorizaban sobre la obra, mientras se nos servían unos deliciosos canapés acompañados con una copa de vino tinto de la región. El túnel tenía una vista impresionante: una altura de tres metros, dos vías de acceso, luces amarillas en todo su recorrido, señalizaciones, y demás. Incluso, al inicio del complejo, observamos la instalación de varios locales comerciales, un destacamento sanitario y una oficina de Atención al Cliente. Cartapestta se había esmerado.
Y llegó el día del estreno.
ACTO V
Sir Meo estaba ansioso, como todos. Repasamos una vez más el plan de fuga.
- En el intermedio, entre el primer y el segundo acto, realizaremos el escape. Los guardias estarán todos disfrutando del espectáculo y algo borrachos. Es nuestra única oportunidad. Mientras esperan la reanudación de la obra, aprovecharemos para fugarnos y, cuando se percaten, tendremos una buena ventaja –dijo el mayor, con vehemencia.
Legrandchot pidió la palabra.
- Mon commandant, deberíamos ampliar esa ventaja.
- ¿Se le ocurre algo? –preguntó Meo, algo fastidiado.
- Si. Deberíamos crear una distracción extra. Una trifulca, no sé, algo.
Todos reflexionamos sobre la idea del francés. Al fin, Meo expresó:
- De acuerdo, eso sería fantástico. El tema es... ¿Quién iniciaría la pelea? Porque se estaría sacrificando, ya que no podría participar de la fuga. ¿Hay algún voluntario?
Nadie le contestó. Kippur aportó:
- Hagamos un sorteo.
- Me parece lo más justo –agregué-. El elegido sería recordado por siempre y honrado en cada bastión donde la libertad necesite ser restaurada. Muchos pueblos querrán llamarse como él y todas las madres pondrán el nombre del héroe a sus hijos. En el futuro...
- Ya entendimos, Amperio –dijo, secamente, Meo.
De la Concha fue el encargado de preparar los papelitos con los nombres de los implicados. En un momento, me acerqué cautelosamente y le susurré, mientras le daba cinco atados de fasos:
- Compañero, esto es para usted. Favorézcame en el sorteo, no sea ortiba.
El gallego me guiñó un ojo y, tomando los cigarrillos, siguió con su labor.
Nos reunimos alrededor del camastro de Meo donde estaba una gorra con los papelitos. Cartapestta estiró la mano y, sacando uno, leyó en voz alta:
- ¡Amperio!
Después de recibir las felicitaciones de todos, lo encaré a de la Concha:
- Vó, ¿só o te hacé? ¿No te pedí que me favorecieras?
Manuel me miró intrigado y dijo:
- Y bueno, eso hice. Escribí en todos los papelitos su nombre. Por su discurso, pensé que quería ser el elegido, el hontrado en todos los pueb...
- De la Concha, ¿por qué no te vas un poquito a la reconcha de tu madre?
- No, soy de la Concha por parte de padre.
El primer acto había resultado todo un éxito. Von Putten estaba exultante y corría de un lado para otro, ultimando detalles. Nos dijo:
- Muchachos, descansen diez minutos, que luego arrancamos con el segundo acto. ¡Estuvieron magníficos! –y se fue dando saltitos.
Una vez dentro de la barraca, uno a uno me fueron saludando y, deseándome la mejor de las suertes, salieron por un boquete realizado detrás de uno de los roperos. Cuando se despidió el último, volví al improvisado teatro para hacer mi parte. Me puse al lado del teniente Bunker y lo empecé a provocar:
- Che, Otto, ¿así que vos sos el que le llena de humo la cocina al barón?
El teniente pareció no entender, así que redoblé la apuesta:
- Dale, no te hagas el gil. Vos les revolvés el guiso a Von Putten, le medís el aceite, le hacés tragar el canelón, te lo...
Pero Bunker no reaccionaba. Hasta que le dije:
- Seguro que vos te lo indifrundi disheguen al barón, no?
Y el teniente picó. Se volvió hacía mi con los ojos desorbitados, me tomó de las solapas y me lanzó contra el decorado, que amortiguó mi caída.
Mientras algunos soldados, sin entender, ayudaban a levantarme, vi que Otto se me venía encima, profiriendo insultos germanos. Von Putten estaba desesperado y se interpuso en su camino para tranquilizarlo. Yo aproveché para provocarlo más:
- Dale, maricón, escondete detrás de tu jefecito. Si sos tan guapo, te espero afuera, vos y yo solo, mano a mano.
Y encaré para la salida, seguido por la bestia rubia. Todos se hicieron a un lado y el encargado del portón accionó el botón de apertura.
Una vez afuera, observé que sobre el suelo había algo de nieve, preanuncio de una tormenta. Tomé un poco y la arrojé al rostro de Bunker, en la esperanza de distraerlo, mientras descargaba sobre él mi mejor golpe. Ni pestañeó. Luego me dio un empujón que me arrojó a unos cuatro metros. Cuando ya lo tenía encima, y mientras pensaba que la vida había sido piola para mí, una sombra se lo llevó por delante.
Era Agnieszka, mi fiel polaca. Se paró frente al alemán plantando bien sus robustas piernas y cuando éste quiso atacarla, descargó una feroz patada en su entrepierna. Cuando Otto se dobló de dolor, golpeó con sus manos abiertas a ambos lados del rostro del teniente, dejándolo atontado. Ahí aprovechó para ponerle dos tremendos puñetazos que lo dejaron fuera de combate. Rápidamente, me alzó como si nada y me llevó a su camión. Tomó el volante y arrancó, mientras oíamos el griterío que provenía del castillo. Agnieszka se había encargado de descomponer a los vehículos alemanes para evitar la persecución. Me sonrió y estiró su mano derecha hasta tocar mi bragueta. Solo pude decir:
- Ahora no, Agni, me duele la cabeza.
Al notar su desencanto, agregué:
- No sé como voy hacer para pagarte todo lo que hiciste por mí.
Su cara se iluminó, al decir:
- Ya pensaremos en algo.
Y rumbeamos para la frontera.
Todos quedamos hechizados con el relato. Amperio se había superado a sí mismo. Ya repuesto del golpe de Soplamocos, pregunté:
- Comandante, ¿qué pasó con el resto de los reclusos?
Amperio suspiró.
- Ah, si. Los agarraron ni bien estaban por fugarse, en la puerta del túnel. El fracaso fue producto un poco porque se distrajeron en el freeshop y otro poco porque yo le había pasado el dato a Von Putten, a cambio de que no obstaculizaran mi fuga. Nunca me lo perdonaron.
Un silencio incómodo reinó entre los presos. Optamos por retirarnos, mientras algunos comentaban que lo de la fuga no parecía una buena idea.
Desde lejos me pareció que el comandante Amperio tarareaba, en voz baja, una canción polaca de amor.
FIN
Ficha técnica:
FUGA DE GUSENHAUER (2009)
Escrito, producido y dirigido por ADENOZ
Elenco:
Amperio ................. Himself
Von Putten ............ Hardy Kruger
Mayor Meo ........... Alec Guinness
Agnieszka .............. Kathleen Turner
Cartapestta ............ Roberto Benigni
De la Concha .......... José Sacristán
Legrandchot .......... Vincent Cassell
Kippur .................... Michael Duncan Clarke
Bunker ................... Dolph Lundgren
Agradecimientos:
A la influencia de "El gran escape", de John Huston; "El puente sobre el río Kwai", de David Lean; "The sound of music" (La novicia rebelde), de Robert Wise y otras.
Al gobierno austríaco por facilitarnos las instalaciones del castillo y, sobre todo, a los habitantes del pueblo de Gusenhauer, por su amabilidad, su solidaridad y su total desprecio por la monogamia.